El viernes pasado elegimos volar. Yo lo sabía, mi acompañante sabemos que lo suponía. Llegamos a Empuriabrava y con arnés y unas gafas de lo más anticool seguimos las flechas que marcaban destino “adrenalina”. Dejamos los problemas en la pista de aterrizaje, colgamos el dolor de la ingravidez y sin darnos cuenta despegamos los cuerpos de la ventana que nos asomaba a la realidad. Subidos a la avioneta, y demasiado tarde para recular, nuestro piloto que, a diario abusaba de este momento estelar, leía una revista atado a unas esposas hechas de costumbre. Las llaves debió lanzarlas para olvidarse de disfrutar.
Mis oídos cronometraban la altura y a medida que ascendíamos se sumaban también las emociones. El pasillo donde nos sentábamos, en silencio vibraba. Era un trayecto como sala de espera dónde todos ansiaban el sello en el pasaporte a la existencia. Casi nadie hablaba y aunque yo también era protagonista, me pasé al bando cronista. Siempre disfruto observando las caras ajenas y también las que no son forasteras. Trataba de leerles el reto en la mirada, la novedad quizás, la falsa osadía o quién sabe, si el entusiasmo acallado. También a mi acompañante que, atado al arnés, le colgaban las etiquetas ying yang, de un negro“euforia” y un blanco“respeto”.
Fueron apenas segundos y entonces los profetas ya lo anunciaban, era la hora del juicio final. De golpe y sin tiempo para pestañear el viento nos había sacado a la pista y ¡a bailar! Todo ocurrió más que deprisa, nos trasladamos a un frigorífico mental dónde los pensamientos se congelaban en cubiteras. Fue un stop neuronal. Después, vino el vaivén de gritar y soñar y fluir, despertar, desconectar y porque no, de olvidar.
Y de pronto, aterrizó nuestro mundo en la tierra y fue entonces cuando supimos que no es malo soñar que llegará ese día en que el hombre se atreverá a volar.